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La cobarde huida de Santiváñez frente al cerco judicial

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La dimisión de Juan José Santiváñez de la cartera de Justicia y Derechos Humanos se enmarca menos en una ambición electoral y más en una retirada estratégica ante el inminente cerco judicial. La Fiscalía lo identifica como presunto cabecilla de una organización criminal que operó desde el corazón del Estado, una acusación que transforma su renuncia en un acto de preservación personal.

Las evidencias recopiladas por el Equipo Especial de Fiscales contra la Corrupción del Poder son específicas y abrumadoras. Los allanamientos conectan a Santiváñez con una trama delictiva que incluye la fabricación de un arraigo laboral para Nicanor Boluarte, la manipulación de ascensos policiales a cambio de cobros indebidos y la alteración de contratos públicos para beneficiar a estudios de abogados como Tenorio Abogados & Asociados, donde habría ocultado documentos.

Su gestión previa como ministro del Interior añade capas de gravedad al caso. Fue censurado por el Congreso en marzo por incapacidad moral, vinculado a la represión de protestas. Además, audios con peritaje forense validado lo sitúan en conversaciones sobre el desmantelamiento de la Diviac a petición de la presidenta Boluarte y el uso del cofre presidencial para facilitar la fuga del prófugo Vladimir Cerrón.

La cronología de su salida es elocuente: renunció minutos después de que el Congreso anunciara un nuevo debate de censura. Con doce investigaciones en curso —por lavado de activos, tráfico de influencias y encubrimiento, entre otros—, su aspiración a un escaño con Alianza para el Progreso aparece como un intento transparente de obtener inmunidad parlamentaria.

El caso Santiváñez trasciende a un individuo; es un síntoma de la captura criminal del Estado. Su huida hacia la política no es una transición, sino la consolidación de una estrategia de impunidad, evidenciando cómo las instituciones son manipuladas para proteger a operadores clave de un régimen cuestionado en su origen y legitimidad.

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