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José María Arguedas: El grito indigenista indeleble de los Andes

En 1911, en el entrañable paisaje de Andahuaylas, en la región de Apurímac, nació José María Arguedas Altamirano, una voz destinada a convertirse en el defensor más apasionado de los indígenas oprimidos y olvidados del Perú. Rodeado de montañas que parecían custodiar las tradiciones milenarias de su pueblo, aquel niño, marcado por la ternura del mundo indígena y el dolor de las injusticias, no solo aprendió a amar la tierra, sino también a soñarla diferente.
Desde sus primeros años, José María vivió la dura realidad de los Andes. Perdió a su madre a los dos años y, con su padre ausente debido a su trabajo como abogado itinerante, quedó al cuidado de su madrastra, en un hogar donde el maltrato y el desprecio eran constantes. Sin embargo, fue en este entorno hostil donde floreció su vínculo con el mundo quechua, pues encontró refugio en las comunidades indígenas, que lo acogieron con un cariño que lo marcaría para siempre. Allí, entre canciones, cuentos y costumbres, surgió su compromiso por plasmar, con fidelidad y amor, la esencia de una cultura muchas veces despreciada.

Durante su juventud, José María vivió en diversos departamentos del sur andino, como Ayacucho, Huancavelic y Cusco, cada uno dejando en él huellas imborrables. Fue en estos lugares donde recogió historias, melodías y el lenguaje que más tarde se convertirían en el alma de su obra literaria. Andahuaylas, sin embargo, sería el epicentro emocional de su infancia, la tierra que le enseñó que el sufrimiento y la belleza pueden coexistir.
Ya en su etapa estudiantil, Arguedas ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde estudió Literatura. En las aulas limeñas, lejos de los Andes, reafirmó su compromiso con el indigenismo, inspirándose en el dolor y la lucha de su pueblo para construir una narrativa que uniera las voces fragmentadas del Perú. Su tesis universitaria y sus investigaciones no solo enriquecieron el ámbito académico, sino que también dieron un espacio digno a la cultura quechua en el discurso intelectual del país.
Como profesional, Arguedas se desempeñó como maestro y antropólogo, desde los cuales promovió la inclusión de la cosmovisión andina en el sistema educativo. Como funcionario público, trabajó en el Ministerio de Educación, donde impulsó políticas culturales que valoraban el quechua, las danzas y las costumbres indígenas, convencido de que solo a través de la integración cultural se podía alcanzar una verdadera igualdad.
La literatura de Arguedas no fue solo un acto creativo, sino un instrumento de lucha. Obras como Agua (1935), Yawar Fiesta (1941), Los ríos profundos (1958), Todas las sangres (1964) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), se nutrieron de esas experiencias tempranas junto a los indígenas al que dijo pertenecer. En ellas, no solo denunció los abusos de los terratenientes y el gamonalismo, sino que también evocó, con un lirismo único, la grandeza de los Andes y la profundidad del alma indígena para resolver el problema del indígena frente a la opresión nacional y latinoamericana. A través de sus relatos, dio voz a quienes el sistema imperante había condenado al silencio, narrando no solo su sufrimiento, sino también su esperanza y resistencia.

José María no solo escribió, también cantó. Era un apasionado de las melodías andinas y las incorporó como un testimonio vivo de la riqueza cultural del Perú. Su capacidad para traducir el quechua al castellano sin traicionar su esencia convirtió su obra en un puente entre dos mundos históricamente enfrentados. Su sueño, sin embargo, iba más allá de la literatura. Anhelaba un Perú donde las barreras de clase, lengua y color se desvanecieran, donde los campesinos tuvieran acceso a la justicia y la tierra, y donde el centralismo dejara de ignorar la grandeza del Perú profundo.
“Escribo con amor, porque amo a este pueblo que me crió”, declaró en una ocasión. Estas palabras resumen la esencia de su indigenismo, no como una postura política abstracta, sino como un acto de amor profundo por el Perú y su gente. También, al final de sus días había escrito a su esposa “luchar y contribuir es para mí la vida. No hacer nada es peor que la muerte” como testimonio de su convicción por la lucha constante por su vida y la humanidad.
Arguedas, el niño de Andahuaylas, vivió para cantar y narrar los dolores y esperanzas de los Andes. Desde los cerros de su infancia hasta las aulas universitarias de Lima y los pasillos de las instituciones públicas, nunca dejó de soñar con un país más justo, humano y solidario. Hoy, su legado sigue siendo un llamado a la reflexión y a la acción, un recordatorio de que la tierra no solo se trabaja, también se respeta y se ama.